Sabía que era un sueño. Y a pesar de ello, tenía miedo, un miedo que la paralizaba en realidad, mientras que en el sueño era capaz de moverse. Caminaba por un lugar muy oscuro, muy denso. Era como si estuviese inmersa en un espacio en el que podía verlo y tocarlo, así que sus movimientos eran lentos y premiosos. Le costaba avanzar, a pesar de que desde el sueño ella se lo gritaba a sí misma.
-¡Vamos, despierta! ¡Hazlo, ya! ¡No es más que un sueño!¡Ya no estás aquí, no es más que una ilusión!
Entonces percibió el tam-tam. Un batir de tambores lejano, pero fuerte, que iba alejándose muy despacio de ella. No veía nada. Tan sólo sabía que, cuando escuchara el último golpe, todo habría acabado, porque el tam-tam provenía de sí misma, de su corazón. El tam-tam eran los latidos de su corazón. La oscuridad se hizo más profunda, y con ella creció la angustia. Extendió una mano, buscando algo a lo que agarrarse, y de pronto lo encontró: otra mano. Se sintió a salvo, pero sólo fue una breve sensación. La otra mano la sujetó con firmeza y tiró de ella para alejarla aún más de los latidos. Se resistió, luchó. Pero la mano era implacable, y la oscuridad, cada vez mayor, más asfixiante. Amenazaba con cerrarse del todo y aprisionarla para siempre, por toda la eternidad. Entonces se rindió, comprendió que ya no podía más. Se rindió y, justo en este momento, de alguna parte, le llegó una voz.
-¡Hay uno, hay uno!
La esperanza. Todo cambió en un segundo. La mano la soltó, la oscuridad se rompió con una tenue claridad y el sonido del tam-tam retumbó en sus oídos. Y suave, muy suavemente, abrió los ojos. Estaba en su cama, en su habitación, en el mundo real. Recordó otra cama, otra habitación, otro mundo, el del hospital, la mañana que abrió los ojos y le dijeron que estaba viva. VIVA!
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