Él le acariciaba suavemente el pelo, como si Serena fuera una niña pequeña. A ella le encantaba que él lo hiciera, pero ese gesto le pertenecía únicamente a él. Y él, consciente de que se les acababa el tiempo, aspiraba hasta el último ápice de su aroma. Serena olía a lluvia, a gritos, a locura. Todo el mundo sabe que una persona no puede oler a esas cosas, pero para él, ella tenía un olor especial.
-¿Puedo decirte algo?-le preguntó él.
-Lo que quieras-Serena se giró, recolocándose en sus brazos de manera que pudiese verle el rostro.
-Recuérdame.
Serena lo miro con la duda impresa en el rostro.
-Recuérdame,-siguió él-, cuando estemos a millones de kilómetros, cuando escuches mi canción favorita, cuando te pongas el jersey gris que me robaste, porque no encuentras tu ropa. Recuérdame con el tacto de las sábanas, con los largos paseos, con cada caricia. Recuérdame, cuando él ocupe mi lugar...
-No hará falta-lo cortó.- No nos separarán, tú nunca tendrás que irte.
Serena hundió la cabeza en su pecho, y él se limitó a abrazarla más fuerte aunque sabía que no podrían sobrevivir micho tiempo a base de promesas vacías.
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