viernes, 17 de diciembre de 2010

Tiffany

Había olvidado lo bien que sienta repetir tu nombre. Había olvidado tu voz, tus hoyuelos, tu sonrisa, hasta este momento en que veo un dibujo que se te parece y trae a mi memoria. Hubiera querido que fueras jamás a cubrir esa guerra. Si lo hubiera sabido, ese día en que me dijiste que querías ser periodista, si hubiera sabido cómo iba a terminar todo, te habría dicho que no era una buena idea. Me habrías contestado que el que expone la verdad del mundo no puede ejercer una profesión equivocada, aunque la fotografía sea cruel, sobre todo si agita las conciencias. Con una voz de pronto grave, habrías gritado que si la prensa hubiese conocido la realidad del otro lado del Muro, los que nos gobernaban habrían venido mucho antes de echarlo abajo. Pero sí que lo sabían, conocían vuestras vidas, cada una de ellas, se pasaban el tiempo espiándolas; los que nos gobiernan no tienen el valor que tú crees que tienen, y te oigo decirme que hay que haber crecido como yo lo hice, en las ciudades en las que se puede pensar, se puede decir todo sin temor a nada, para renunciar a correr riesgos. Nos habríamos pasado la noche entera discutiendo, y la mañana siguiente, y el día siguiente. Si supieras cuánto he añorado nuestras discusiones. Sin argumentos, habría capitulado, como hice el día que me marché. ¿Cómo retenerte, a ti, que tanto habías echado en falta la libertad? Tenías razón tú, ejerciste una de las profesiones más bonitas del mundo. ¿Conociste a Masud? ¿Te concedió por fin esa entrevista ahora que estáis los dos en el cielo? ¿Y valía la pena? Murió unos años después que tú. Eran miles los que seguían su cortejo fúnebre en el valle del Panshir, mientras que nadie pudo reunir los restos de tu cuerpo. ¿Cómo habría sido mi vida si esa mina no se hubiera llevado por delante tu convoy, si no hubiera tenido miedo, si no te hubiera abandonado poco antes?




jueves, 16 de diciembre de 2010

Thomas Wylde




Te quise porque un día fuiste alguien diferente, alguien que no le importaba lo que la gente pensaba, alguien que se entregaba en todo lo que hacía, eras de esas personas que te hacían temblar y pensar en hacer lo correcto, hacías lo imposible para que la gente de tu alrededor estuviera bien, pero al fin y al cabo y por desgracia la gente cambia, unas veces para bien y otras para mal, tu lo hiciste a mal pero aun así te seguiré amando porque siempre me quedará esa pequeña esperanza de que vuelvas a ser como antes, de que vuelvas a ser mío.
















miércoles, 15 de diciembre de 2010

Suite 511

La muchedumbre se hacía más tumultuosa por momentos. La gente corría hacia el Muro. Algunos empezaron a golpearlo con  herramientas improvisadas, como destornilladores, piedras, piolets, navajas..., medios irrisorios, pero el obstáculo tenía que ceder. Entonces, a unos metros de allí, se produjo lo increíble; uno de los mejores violonchelistas del mundo se encontraba allí. Advertido de lo que estaba ocurriendo, se había unido a nosotros, a vosotros. Apoyó su instrumento en el suelo y se puso a tocar. ¿Fue esa misma noche o al día siguiente? Poco importa, sus notas de música también abrieron una brecha en el Muro. Fa, la, si, una melodía que viajaba hacia vosotros, pentagramas en lo que flotaban melodías de libertad. Ya no era yo la única que lloraba, ¿sabes? Vi muchas lágrimas esa noche. Las de esa madre y esa hija que se abrazaban fuerte, fuerte, conmovidas al reencontrarse después de veintiocho años sin verse, sin tocarse, sin respirarse. Vi a padre de cabello cano creer reconocer a sus hijos entre miles de hijos. Vi a esos berlineses a quienes sólo las lágrimas podían liberar del daño que les habían hecho. Y, de repente, en mitad de todos los demás, vi aparecer tu rostro, allá arriba sobre ese muro, tu rostro gris de polvo, y tus ojos. Eras el primer hombre al que descubría así, tú alemán del Este, y yo la primera chica del Oeste al que veías tú.







martes, 14 de diciembre de 2010

Sucedió una noche

Ibas de un lado a otro de la ciudad, recorriendo sus calles hacia tu libertad, y yo caminaba hacia ti, sin saber ni comprender qué era esa fuerza que me impulsa a seguir avanzando. Esa victoria no era mía, ése no era mi país, esas avenidas me eran desconocidas, y allí, la extranjera era yo. Corrí a mi vez, corrí para escapar de esa multitud que me oprimía. Antoine y Mathias me protegían; bordeamos la interminable empalizaba de hormigón que pintores de la esperanza habían coloreado sin tregua. Algunos de tus conciudadanos, los que encontraban insoportables esas últimas horas de espera en los puestos de seguridad, empezaban ya a escalarlo. A ese lado del mundo, os aguardábamos, expectante. A mi derecha, algunos abrían los brazos para amortiguar vuestra caída; a mi izquierda, otros trepaban a hombros de los más fuertes para vero acudir, prisionero aún de vuestra tenaza de acero, durante una metro todavía. Y nuestros gritos se mezclaban con los vuestros, para animaros, para apagar el miedo, para deciros que estábamos ahí, con vosotros. Y, de repente, yo, la americana que había huido de Nueva York, hija de una patria que había luchado contra la tuya, en medio de tanta humanidad al fin recuperada, me sentía alemana; y, en la ingenuidad de mi adolescencia, a mi vez, murmuré <<Ich bin ein Berliner>>, y lloré. Lloré tanto...